Hay cosas que nunca querrías sentir, sentimientos que nunca hubieras querido conocer, pero a veces no hay más remedio.

Cuando comienzas a sospechar que una nueva vida está formándose en tu interior la alegría se desborda de inmediato. La confirmación de que un bebé viene en camino, aunque aún no sea más que un ser mínusculo al que no le late todavía el corazón, hace que el alma vuele.

Con la alegría comienzan los miedos. Quizás el instinto animal de protección, el corazón, o lo que sea, comienza a luchar para mantener a salvo esa nueva vida. Lo sientes desde el principio.

Y cuando empiezas a recibir señales de que algo podría ir mal el corazón se desgarra.
No importa cuánto tiempo haya pasado, unos días, unas semanas, el miedo se vuelve monstruo y va cegando la esperanza poco a poco. Porque en el fondo lo sabes. Aunque no quieras verlo aún, lo sabes.

No sé cuándo empieza realmente la vida como tal, no sé cuándo un alma existe, pero sé que una madre es madre desde el primer minuto.

Las palabras hieren, y aunque en ocasiones es necesario decirlas, su crudeza me hace renegar de ellas. No pienso decirlo nunca más.

Hoy rompo una regla y pondré otra fecha a este post, porque hubiera querido parar el tiempo a un día indeterminado, un día anterior al presente.

Escribo esto desde el propio egoísmo, desde la necesidad de una despedida, porque necesito decir adiós. Porque necesito disculparme por si he fallado en algo, y porque ante la falta de algo físico necesito dar besos y caricias para decir que no pasa nada y todo va a ir bien.

Lo siento, lo siento, lo siento tanto…

Esta noche, como una buena madre me ha sugerido, encenderé una vela para recordar a una parte de mí que se ha ido.